M. había aprendido, después de varias lecciones intensivas e interminables, a no tener sentimientos. Si estaba allí era porque no tenía dónde ir. Punto. Había amado mucho a su alrededor, a su familia, a su primer marido, a la segunda pareja, al sursuncorda y a todo dios, y había amado tanto que no había vivido nunca su propia vida, y así lo sentía y así me lo contó.
Su infancia había sido ver peleas de sus padres durante veinticuatro horas al día. De su madre había heredado la rapidez en contestar, de su padre, la ironía, y de ambas cosas había conseguido una combinación que le había servido para medrar en una profesión que le fue bien durante unos años, pero que, por quedar bien con un cliente que le había regalado una vez una bombonera de porcelana, y con quien se sintió obligada, se le volvió en contra, y la hizo buscar otro camino a los cuarenta.
Su madre había estado enferma mucho tiempo, su exmarido tenía el cociente intelectual de una cucaracha y la empatía de un rinoceronte herido, y cuando se había fugado fuera de su tierra a la espera de una nueva esperanza, se había encontrado con gente maravillosa, de un lado, pero de otro, con un personaje representativo del pijerío venido a menos, con las ínfulas del pijerío y las necesidades del adicto a algo que no sabía bien lo que era.
La convivencia, pues, con aquel personaje había sido la última lección, la de la diplomatura cum laude en el su curso superior personal de no volver a pensar nunca con el corazón, porque cada vez que lo había hecho, se había equivocado. Y entonces, a los cincuenta años, M. se había convertido en una bomba de relojería menopáusica e hipertensa que había acabado toda la paciencia de una forma totalmente irrevocable e irrecuperable.
Y allí se hallaba. En la cárcel, y, contrariamente al resto de la humanidad, lo veía como una liberación, como poder ser ella misma sin tener que aguantar a nadie fuera de la cadena de mando de los funcionarios de prisión.
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El día en que se celebró el juicio conocí al fulano. Ella lo había retratado de una forma muy precisa con sus descripciones. El típico niño bonito que tenía más de cincuenta años, al que su inmadurez le hacía asemejar mucho más joven. No tenía arrugas. Se pavoneaba en el pasillo de la Sala de vistas con una carpeta de piel y con la cicatriz en la frente que aquel día no se había maquillado.
Se me acercó su abogado, lo conocía de vista.
- Hola, ¿ llegamos a un acuerdo con esto ? - ¿ UN ACUERDO? me dije yo, Destrozas la vida a una persona y porque te da un porrazo en la cabeza y SOLO te hace una descalabradura en la frente te atreves a pedirme un acuerdo. Sonreí educadamente y pregunté, quizá en un tono más alto de lo que pretendía.
- ¿ Un acuerdo ?
- Económico, para que el juez no gradúe la indemnización.
(((¡INDEMNIZACIÓN!??????? )))
- Mi cliente, no sé por qué está interesada en seguir en la cárcel. No creo que vayamos a llegar a ningún acuerdo.
- Pobre loca.
La displicencia es algo que siempre me ha molestado, y le hice una peineta mental transformada en una sonrisa hipócrita.
Llegó M escoltada por dos policías, grilletes puestos, y su semblante tenía unos diez años menos que la última vez que la vi. No teníamos nada que comentar porque lo habíamos hablado todo.
- Te perdono - recitó el cretino herido dirigiéndose a mi patrocinada. Ella lo obvió. Su graduado de no pensar con el corazón ya era sobresaliente.
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La vista fue, como siempre, una farsa rimbombante de venias, vocablos jurídicos, razonamientos probados, y diálogos para besugos togados que a M le parecía interesar tanto como la teoría de la relatividad interesa a una piraña del Amazonas. Tenía la mirada perdida, no estaba atendiendo a lo que se decía, y nadie se percataba de ello. Sólo yo, que era consciente de que el futuro de la mujer se estaba jugando en una partida que le era ajena. Mis dudas se resolvieron cuando se puso en pie, e interrumpiendo el informe de conclusiones del Fiscal, gritó:
- ¡ Quiero ir a la cárcel !
- No está usted en el uso de la palabra- espetó su señoría.
- ¿ Cree usted, juez, que a mí me interesa lo que están diciendo ?
- Está usted desacatando la sala.
- Y ustedes desacatan el concepto de justicia a diario. Ahorrense toda esta palabrería. Yo quiero ir a la cárcel.
El Fiscal, no sé si en un acceso de comprensión o de no querer hablar más, replicó:
- Dadas las manifestaciones de la procesada solicitaría a su señoría que se la escuchara.
Yo, como defensa, hice un gesto de aprobación a la mirada del juez.
- Tiene usted la palabra.
- Quiero ir a la cárcel porque no tengo donde ir. Tengo más de 55 años, y ningún futuro en el mercado laboral, y cuando le di el golpe en la cabeza a este señor - lo señaló - porque se lo di, era consciente de que me iba a la calle, y de que los recursos económicos que tenía viviendo con él, se perderían. Y ahora, ¿ qué tengo que hacer en la calle ? ¿ Pasar hambre, frío ? ¿ Ir detrás de las asistentas sociales para que me den cuatro botes de tomate y tres paquetes de pasta que no podré calentar porque no tengo cocina, ni agua corriente ? Por lo menos ahí dentro tendré una cama y algo para comer, y alguna actividad que me hará sentirme útil, y, lo más importante, no tendré que aguantar a esa persona, ni a su familia. ¿ Perder la libertad ? Bueno, tampoco mi libertad ha sido tan valiosa como para no permitirme perderla. Impónganme la pena más alta, como si hubiera sido todo muy grave. Es una súplica.
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Aún recuerdo la última vez que fui a verla a prisión para comentarle algunos aspectos legales. Iba en chandal, con el cabello muy corto, los dos lóbulos oculares llenos de pendientes pequeños de colores, y, lo más curioso, parecía que había rejuvenecido diez años. Una sonrisa amplia. Estaba pintando y sus lienzos se vendían. Se había hecho famosa como "personaje preso rehabilitado". Y no se había vuelto a preocupar de si le cortarían la luz o la desahuciarían.
Recuerdo lo que me dijo.
"Nunca he sido más libre."
Supongo que muchas mujeres que han sido víctimas de daños psicológicos lo entenderán,