La bruja y el libro





                                                                 UNO



 Las tinieblas nocturnas se colaban entre el bosque, se oían ululatos lejanos. Bajo el cielo sin luna el peregrino dejó su caminata, se sentó sobre un tronco y depositó cuidadosamente su zurrón y su concha venera, todas sus valiosas propiedades, sobre el suelo terroso. El cansancio se había adueñado de sus piernas y de sus párpados; de su boca, la sed.
La noche dejó de emitir sonidos y, casi al mismo tiempo hubo pasos, ruidos humanos y un golpe sobre su cabeza.


Sus ojos no se abrieron hasta que clareó. Le dolía la frente donde llevó la palma de la mano, que se manchó de sangre. A pesar del aturdimiento le puso en guardia el crujido de hojas secas: pasos, nadie que anduviera tan de amanecer por el monte debía ser recomendable; comprobó al buscarlo con la vista que su zurrón había desaparecido. Tenso e inmóvil esperó. Era una mujer.  Se acercaba. Pequeña, pero de andares pesados, acarreaba un gran manojo de romero bajo el brazo, las ropas raídas y el calzado tronchado en las puntas, sucios los dedos de los pies.

- Buen día – saludó, con la esperanza de que hallarla fuera un buen presagio.
- Buen día- respondió y se detuvo; observó al hombre, en el suelo, herido, torpe - ¿os han asaltado? - preguntó. Dos pasos más y se inclinó a su lado - y os han lastimado - añadió, llevando dos dedos a la frente del peregrino, sin llegar a tocarlo – si venís conmigo os curaré y podréis comer algo.
- ¿Y confiáis en mí? 
- No, pero, ¿qué puedo perder?
El hombre se incorporó, se enderezó ayudado por ella, y comenzaron a caminar.
- ¿Hacéis el Camino? - la mujer interrumpió un breve lapso de silencio.
- Sí, lo adivinasteis.
- Es peligroso este bosque de noche.
- ¿Por qué me preguntáis si hago el Camino?
- Nadie de este pueblo amanece sobre la tierra herido.
- Y vos, ¿qué hacéis con estas hierbas?
- Hago ungüentos para ganarme la vida.
- ¿Ungüentos? 
- Recojo las hierbas y hago ungüentos para los pies de los peregrinos, para los picapedreros de Santiago y sus manos o espaldas, y para quien los quiera.

 El hombre hizo un gesto de aprobación.
Lentamente se fueron adentrando en el bosque, unos débiles rayos de sol traspasaban la espesura. El único sonido eran las hojas secas que se quebraban bajo las suelas de los caminantes. El dolor regresó a los pies del hombre que gimió de forma casi ininteligible.
- No tardaremos mucho en llegar - indicó la mujer, y levantó el dedo hacia la distancia.
A unos cien metros había una pequeña casa, parecía de madera y barro, y unos espesos tejos la resguardaban como si por algún motivo pretendieran protegerla de la luz. Volvió la vista hacia su salvadora. Sus ojos eran oscuros, profundos, menguados por unas hondas ojeras que hacían su rostro misterioso y parecían eternas. Ella ser percató de que la observaba, pero no abrió la boca.
En silencio llegaron a la casa, se detuvieron ante la puerta que ella empujó. La madera chirrió.
- Entrad.
El hombre entró detrás de ella. El perfume de una mezcla extraña flotaba en el aire.  
- Huele a hierbas - evidenció.
- ¿Os molesta?
- No... - una leve sospecha pasó por la mente del peregrino; una mujer sola, desaliñada, con una oscura casa en que almacenaba hierbas. Si le preguntaba acerca de su condición de bruja o curandera la negaría, y en aquel momento prefería ser ayudado que aclarar misterios.
- Sentaos y descalzaos.
El obedeció. Se sentó en el mejor asiento que había a la vista y que ella le había ofrecido, una vieja silla coja cubierta con una manta oscura.
Había escuchado relatos acerca de que en tierra de Galicia había brujas, y mientras se despojaba del calzado destrozado por el Camino, analizaba los movimientos de ella. Había dejado el romero en el suelo, junto unos cestos llenos de otras hierbas y hortalizas; encendió una vela en el hogar que había dejado encendido en su ausencia y la colocó al lado de su asiento, se agachó ante él. Cuidadosamente le cogió un pie, y lo examinó moviéndolo sobre la palma de su mano, lo repitió con el otro. Elevó la mirada al rostro de él, sin ninguna expresión, se puso en pie y de aquella pobre despensa cercana al hogar cogió un recipiente de barro y lo dejó a su lado cuando se sentó sobre el suelo ante los pies heridos. Se llenó las manos con el ungüento que había dentro de la olla y cogiéndole un pie lo untó lentamente. 
El alivio hizo que el hombre cerrase los ojos.  Un débil gemido de complacencia.
- Tenéis manos de santa.
- Esto consolará vuestros pies.
- ¿De qué está hecho?
- De grasa de cerdo, romero y manzanilla - cogió el otro pie, observó los dedos, la uña del gordo se estaba separando de la piel, lo tocó - ¿os duele aquí? - él asintió. Rompió un trozo de un paño que cubría la olla y lo introdujo en el ungüento, lo colocó sobre la uña enrojecida y la tapó con otro trozo de paño. Utilizó la misma cura para cubrir la herida de la frente. Se apartó de él y pudo comprobar que le dirigía una expresión de agradecimiento - ¿estáis ahora mejor?
- Sí... Ya puedo continuar el camino.
Ella, escéptica, meneó la cabeza.
- No os conviene andar todavía.
- He de acabar el Camino.
La mujer volvió a dirigirse al hogar y asió otra olla que descansaba sobre una piedra tibia.
- ¿Por qué? - inquirió, aún con cara de escepticismo.
- Por fe - un hálito de misticismo se apoderó de la expresión del dolorido peregrino.
- ¿Fe? - removía con una cuchara de madera el contenido de la olla que volvió a dejar sobre el fuego.
- El peregrino que llega a Santiago siente, al notar bajo sus pies la cercanía de la Catedral, que ahí hay una meta, que hay una respuesta. Que la presencia de la fe se hace tan intensa que, de repente, los pies llenos de ampollas marcados por el polvo de las sendas andadas dejan de doler y flotan en el aire. - Ella lo escuchaba incrédula, más pendiente del fuego que de las palabras - El infiel que llega a Santiago, el que duda de la historia que desde hace tantos años se cuenta, queda admirado por la piedra, por como la completa ciudad se ha creado por un milagro, y ella en si misma es un milagro. El que tiene fe cree, sin discusiones, que los huesos que están en el sepulcro de la Catedral son los del Apóstol- le seguía prestando atención, mientras servía en un plato hondo la sopa que había calentado, se la llevó al huésped sujetándola con ambas manos.
- Es un poco de caldo - explicó - os ayudará a reponer fuerzas.
- Dios os lo agradecerá, como yo -  y se tomó lentamente el único manjar de que ella disponía. Sabía a verduras, y despedía un suave olor ligeramente especiado.
- Dios - repitió ella - ¿y cómo agradece Dios algo?
El hombre dejó por un momento de sorber la sopa y la juzgó por sus palabras como si fuera un aprendiz de inquisidor. Quizás eran ciertas las sospechas y sus imaginaciones, debía ser una de las muchas brujas que habitaban aquellos lares, pero lo había socorrido más que nadie en todo el Camino, y su aspecto no era el de un mágico ser abyecto.
- Dios premia las buenas obras con el Paraíso eterno -aclaró.
- ¿Paraíso eterno?
- ¿No sabéis lo que es el Paraíso eterno?
- No - se sentó en el suelo de nuevo y se prestó a escucharle.
- ¿No creéis en Dios?
- La vida me ha enseñado a creer sólo en lo que veo, y aún a veces lo dudo, aunque lo vea.
- Entonces sois una hereje.
- ¿Una hereje?
- No creéis en Dios.
Ella se percató de que estaba comprometiéndose hablando en aquellos términos a alguien que hacía una ruta de fe, que era capaz de inferir heridas a sus pies para llegar al sepulcro de un Apóstol, que seguía el Campo de Estrellas para llegar a su meta, que era dirigirle sus plegarias.
- No sé... Quisiera pensar que sí, pero no lo sé - sonrió amargamente- pero está mal que os lo diga a vos.
- ¿Por qué?
- Porque vos sois una persona de fe, os mueve algo que no veis, pero que creéis que existe.
- Sí que existe.
- Bueno, pues sabéis que existe- se puso en pie recogiendo y regresando los tazones al fuego,  cambió el tono de su voz - ¿queréis más caldo? ¿una hogaza de pan?
- No... Os lo agradezco, sois una buena mujer.
- Vuestro Dios pide que se haga el bien.
- Lo ordena.
- Yo lo hago porque me lo pide mi conciencia. No me siento feliz haciendo el mal.
- Bien... Esa es otra forma de creer.
- ¿Lo es?
- Lo es - el peregrino dejó reposar las plantas de los pies en el suelo, e hizo fuerza. - No me duelen ya los pies - se tocó el dedo - la uña sigue sangrando, aunque, debería marchar.
- Esperad al menos que la uña deje de sangrar - se agachó a examinarla. Notó en el hombre un poco de desconfianza, suponía que por lo que habían conversado, por la carencia de aquella fe sagrada que a él le movía y que ella no podía tener.
La vida le había robado la fe, los días le habían arrancado la ilusión, desde muy niña había arado la tierra, y recolectado hierbas, sudado tanto y trabajado más, para en aquel momento no poseer nada más que lo prestado, más que lo justo para sobrevivir. Nada le había mostrado que hubiera un ser misericordioso que da su mano a sus hijos. Sus padres habían muerto cuando la peste negra y ni ellos habían tenido misericordia, ni nadie caridad con ellos. La había criado una extraña mujer que había marchado a una región lejana, donde nació hacía (creía ella cuando era pequeña) miles de años, y que era magia y leyenda. Una mujer que le había enseñado a hacer su ungüento para pies, que le había prometido que cuando tuviera edad le enseñaría más. Por cierto, ya tenía esa edad.
- No puedo esperar mucho más. He perdido muchas horas por causa de esos ladrones.
- ¿Qué os robaron?
- Monedas, comida, unos paños, una concha venera. Todas mis posesiones.
- No tengo monedas hoy, pero sí un poco de pan y fruta. Os lo podéis llevar en un hatillo y tendréis que comer.
- A vos no os sobra nada - era evidente.
- Pero a mí no me han robado.
- Sois generosa.
- Hay que serlo - miró hacia la puerta - en estos tiempos ya nadie lo es- se acercó al cesto de la fruta y colocó en un pequeño fardo manzanas y peras y unos trozos de pan, lo ató y se lo dio al hombre que permaneció sentado observándola. Era joven, pero el cansancio había hecho mella en ella, un cansancio que provenía de muy atrás. Y si era una bruja o una hereje era más humana que muchos clérigos o gentes de Dios con las que había tropezado. Quizás no fueran tan perversas las brujas. -  Os llevareis un poco de ungüento para los pies. - El caminante estaba sonriendo - ¿qué os pasa?
- Sois una buena mujer.
Ella le devolvió la sonrisa junto con un pequeño recipiente lleno de ungüento.
- Soy como me enseñaron.
Él se puso en pie y le tocó el brazo.
- ¿Cómo os llamáis?
- María.
- María. - recitó -os recordaré durante el Camino y rezaré por vos al apóstol.
- Gracias - Anduvieron los dos hasta la puerta. Él le volvió a tocar el brazo.
- Gracias, María, por todo.
- No hay de qué.
- Si alguna vez preciso ungüento volveré.
La mujer asintió con la cabeza.
- Adiós.
El hombre se estaba alejando, cojeaba ligeramente, pero había cierta gracilidad en sus pasos. Parecía débil, indefenso, y el bosque podía ser muy cruel.
- Que vuestro Dios os acompañe - le gritó - él se volvió, alzó la mano para saludarla y pronunció algo ininteligible.
Cuando lo perdió de vista entró en la casa. Era cierto, cada cual en su vida tenía que hacer algún camino. Y ella ignoraba aún cual era el suyo. De momento, tenía ungüento que hacer.



                                                         DOS


El cielo estaba claro y limpio en aquel momento de la mañana. El carruaje polvoriento tirado por dos inmensos caballos negros recorría aquellas tierras estrepitosamente. Al oírlo aquel sonido inconfundible, María rogaba a su Destino que no se detuviera. Aquella vez no se detuvo.

      Yago Núñez había heredado las tierras que rodeaban su castillo de un antepasado que había fallecido sin hijos. Lo único que le había interesado saber de aquel linaje era que el Señor había hecho que envenenaran a su esposa porque le había mentido acerca de su esterilidad después de quedar preñada. El viejo murió tosiendo, retorcido de dolor, en su cama, oliendo de la forma más repugnante que recordaba. Pero, así como las muertes son desgraciadas, hay algunas que son una bendición. Para Nuñez, esa lo fue.

   
      La visión de su castillo levantándose contra el horizonte, casi siniestramente, le hacía reafirmarse en su sensación de poder. Todo en su entorno le hacía sentir así poderoso, grande, temido, y no respetado, pero lleno de orgullo por algo que su hipocresía con el viejo caballero muerto había conseguido. Sabía que había nacido bajo la influencia de Dios y por eso era especialmente misericordioso con él. Tanto que se lo había dado todo, incluso lo había quitado a sus siervos para dárselo a él, que tenía el alma purificada por la Iglesia.

      Cuando el carretero se detuvo, saltó del carruaje, sus botas ruidosamente chocaron contra la tierra y la arena ensució sus perneras. Anduvo hacia su morada, la inmensa piedra grisácea guardaba en su interior miles de secretos que jamás debían trascender de esas paredes.

        Uno de los sirvientes se apresuró a dirigirse a él, correteando por el inmenso patio de armas.

-  Señor, Fray Bernardo de los dominicos está aquí con el nuevo Abad.

No prestó atención a la flaca reverencia que le dedicó el anciano, y caminó hasta donde recibía a los visitantes, una estancia amplia, apenas iluminada, solamente los ventanucos en la piedra permitían que tímidos rayos del día penetrasen hasta la sala. Un crucifijo de madera negra presidía el muro central, y una mesa rectangular rodeada de asientos eran el único y sobrio mobiliario.
   
Dos frailes permanecían de pie ante el Cristo. Fray Bernardo era el confesor de Núñez, su protector desde niño, le había criado en la austeridad de la única religión verdadera, la misma austeridad que se veía en su rostro marcado por las arrugas, las mismas que recordaba haber visto desde su niñez. Quien le acompañaba le era desconocido. Su mirada era sobria, su juventud notoria, incluso en su cuerpo se podía entrever la fortaleza física de quien no ha envejecido, y de quien ha manejado armas. Avanzó hacia ellos y besó las manos de ambos, genuflexo.

- Fray Bernardo, siempre es un honor.
- Yago- le saludó el fraile viejo - Él es el nuevo prior, ha venido de Valladolid a erradicar el pecado que tanto abunda en nuestra tierra, Fray Dionisio.

No repitió el beso en la mano, pero sí el hincar de la rodilla en el suelo.

- Levantaos, hijo - pidió el fraile joven cuya voz tenía la profundidad de una sima.

- ¿A erradicar el pecado?

- Soy inquisidor, y hace mucho que este es lugar de brujas y herejes campando a sus anchas.
- Permitidme que os ofrezca asiento y comida, caso de que la acepten de este humilde siervo de Dios.
- Os lo permito-dijo impertérritamente el joven - el buen vino y la buena carne son dones del Señor.
- Dones que se nos dan a los que los podemos gozar - añadió Núñez.
- ¿Dónde está vuestra esposa? - preguntó Fray Bernardo, conocedor de que no había salido a recibirlos.
- En sus aposentos.
- ¿Tenéis esposa entonces? -intervino Fray Dionisio.
- Sí, tengo esposa.
- Las mujeres son armas del diablo.
- Lo sé, pero las precisamos para engendrar herederos - replicó Núñez.

Apareció uno de los criados, una vasija en la mano y una palangana con alimentos en la otra. Lo depositó sobre la mesa, y solicitó con un gesto la venia para servirla.
- Déjalo ahí.

Los tres hombres se sentaron.
- ¿Cómo está vuestra esposa? – insistió Fray Bernardo, en su pregunta había cierta intencionalidad, como confesor sabía de los manejos del amo del castillo, y que tenía a su esposa encerrada en sus habitaciones. Los sucesos eran recientes; Beatriz había sido hallada cometiendo adulterio con el hombre que cuidaba las caballerizas. Él había sido azotado hasta la muerte; ella sometida a un castigo privado inferido personalmente por el esposo, que, viendo el lúgubre aspecto de la adúltera, se deducía cruel, aunque había quien entendía justo.

- Está bien, en sus aposentos – repitió – apenas sale desde aquellos sucesos.

- ¿Qué sucesos? – la curiosidad de Fray Dionisio venía dada por el desconocimiento de la tierra donde había ido a parar y sus moradores.
Núñez se iba a dirigir a él, pesadamente, agotado de relatar esa historia, pero Fray Bernardo le interrumpió.
- Su esposa cometió adulterio con un criado y desde entonces no la vemos, desde su castigo no la vemos.
- ¿Cómo fue castigada?
- Eso es algo que es secreto de familia.
- Como queráis, pero es un grave pecado que, si no purga en vida, lo hará en el infierno.
- Lo purgará en vida – atajó Núñez- y lo está purgando – Fray Bernardo hizo un gesto de complicidad – y lo purgará hasta el momento de su muerte.
- Son seres abyectos las mujeres-recitó Fray Dionisio – que con sus malas artes seducen al varón y le inducen a pecar.

A Núñez le incomodó la conversación, no creía en la ruindad profunda de las hembras de que hablaba el fraile, y quiso desviarla hablando de los manjares que les ofrecía, y hacia el motivo por el que estaban allí. Las mujeres no tenían suficiente relevancia como para hacer salir del Convento a su prior y al fraile más anciano.
- ¿Y a qué debo vuestra visita?
El prior inspiró profundamente.
- El Santo Oficio, como sabéis, no ha llegado aún a Galicia y en estas tierras hay muchas brujas, ¿cómo se les llama aquí?
- Meigas.
- Meigas, sirvientes de Satanás y herejes.
- ¿Y qué puedo hacer yo por vos?
- Vos conocéis las gentes de estas tierras, sois el amo del feudo, el hombre más poderoso del lugar, y debéis colaborar con el Santo Oficio para eliminar los herejes y para limpiar la sangre de vuestro pueblo. Podéis informarnos de quiénes son siervos del maligno y ayudar a prenderlos.
- Erradicar la herejía – aclaró Fray Bernardo – formulando acusaciones.
Núñez apuró un vaso de vino que acababa de servirse e hizo un gesto de aprobación.
- Dios os lo premiará- agregó el abad.
- ¿Y cómo sabré yo quien es un hereje?
- Por poco que sospechéis de palabras, de gestos dudosos que reniegan de Dios, nuestro Creador, debéis ponerlo en nuestro conocimiento y nosotros ya les juzgaremos según el Código Inquisitorial de 1260.
- Personas extrañas, rameras, hechiceras, judíos, infieles, - enumeró Núñez, con la esperanza de acertar en su criterio.
- Todos serán juzgados.
- Y ajusticiados – añadió el fraile mayor – Satanás marca con un signo a sus siervos, esa parte marcada de sus cuerpos es insensible al dolor, y así les descubrimos.
- Bien, espero poder ayudar a vuestra labor con diligencia – espetó Núñez – vigilaré a mis gentes, y os mantendré informados.
- ¿Podemos ver a vuestra esposa? - reiteró Fray Bernardo.
La insistencia del anciano le resultaba enfermiza, se puso en pie y sin mediar palabra abandonó la estancia, subió la amplia escalera hasta llegar a la puerta que tenía prisionera a su esposa y golpeó la madera con el puño.
- Voy a entrar.
Detrás de la puerta, Beatriz ya había acabado las lágrimas. Hundida en un inmenso asiento y presa de cuatro paredes llenas de cuadros religiosos y crucifijos y las ventanas condenadas por una madera que no permitía que la luz del día llegase a sus ojos; siempre luz de velas, el olor a cera impregnando la habitación; ya carecía de fuerzas para lamentarse de no poder ver el cielo, el campo, salvo cuando furtivamente curioseaba a través de una rendija que había abierto con los objetos punzantes que había poseído ocasionalmente si alguno de los criados lo había dejado a su alcance.
No podía olvidar... Al escuchar la voz de Yago gritando se sobresaltó, se encogió en su sillón y esperó a que entrase. La puerta se abrió excoriando el suelo, ella cerró los ojos y dejó que su esposo la asiera por un brazo y la levantase.
- Has de bajar. Fray Bernardo quiere verte.
Obedeció en silencio. Hacía tanto tiempo que no bajaba la escalera, que dudaba que sus piernas respondieran. Caminando lentamente llegaron hasta dónde permanecían los dos frailes comiendo y bebiendo. Entraron, él agarrándola por el antebrazo. Parecía sonámbula, sus ojos entreabiertos, sus párpados ennegrecidos.
Fray Bernardo se sobrecogió, pero se recuperó al instante de su asombro. Aquella que había sido una de las mujeres más hermosas de la comarca, era un cadáver que respiraba. Flaca, amoratada, débil, era la sombra de su propio pecado, aquel era el castigo, su prisión, el hambre, la oscuridad, la soledad.
Yago la dejó de pie ante el Prior que le ofreció la mano para que la besara. Ella lo observó, parecía no entender y rozó los dedos del fraile levemente con la palma de su mano.
- Eres necia – Yago la empujó contra fray Dionisio – Debes besar su anillo.
Ella obedeció. Haciendo un esfuerzo volvió la vista hacia el viejo fraile y esbozó una amarga sonrisa.
- Buenos días, fray Bernardo.
- Beatriz- contestó – este es Fray Dionisio, nuestro nuevo abad.
- Fray Dionisio.
- ¿Cómo estás, hija? – el viejo se acercó.
- Bien – mintió- bien.
La observó, jamás había visto tantas arrugas en una faz, y menos en la de una mujer joven. Por un instante tuvo un acceso de compasión y haciendo la señal de la cruz, se dignó a perdonarla sus pecados.
- ¿Creéis en Dios ?- inquirió repentinamente el joven monje.
- ¿Dios ? – repitió ella, ignorando de que le estaban hablando.
- Dios, nuestro  Señor.
- Sí, Dios. El creador de este mundo – solamente Núñez detectó cierto tono sarcástico en la débil voz de la mujer – Debo creer en él.
- Sí – ella, que no tenía fuerzas para hablar, no comprendía porque le mencionaban a Dios, pero respondió.
Núñez, al verla tambalearse, se disculpó ante los dominicos y la devolvió a su alcoba. No permitiría ni que ella hablase, ni que nadie pudiera averiguar el origen de su debilidad. Regresó dónde los frailes que comentaban entre sí el lamentable estado de la mujer.
- Es su pecado quien la ha dejado así – sentenció Núñez – Fray Bernardo, ya la habéis visto.
- Sí hijo, la he visto.
Fray Dionisio asentía con la cabeza; era de su aprobación lo que había comprobado en el castillo.
- Deberíamos marchar – aseveró – tenemos aún mucho que hacer hoy, Fray Bernardo.
- Cierto, Hermano.
- Agradecemos vuestra hospitalidad – prosiguió el fraile joven, - y vuestra ayuda.
- Gracias a vos por honrarme con vuestra visita.
- Tened paciencia con esta mujer – aconsejó Fray Bernardo.
- La tengo, estimado amigo, la tengo.

Los tres hombres avanzaron calladamente hasta el patio de armas, Yago besó las manos de ambos y cuando desaparecieron los visitantes, percibió el aterrador silencio del castillo. Sólo le pareció escuchar el eco de un llanto. Se dirigió hacia la estancia para terminar de comer.


                                                 
                                                             TRES

El cielo de luna nueva podía resultar siniestro por negro, pero los toques brillantes de estrellas nítidas hacían que la noche no fuera tenebrosa.
María se había sentado en la puerta entreabierta de su casa; las manos cansadas de hacer pócimas. El rostro adormilado. Ligeramente encogida por causa del frío aire nocturno, elevaba la vista con la intención de que traspasara la arboleda. Ante ella el bosque era negro, el silencio sepulcral; solamente se oía el crepitar del fuego encendido dentro del hogar.
Se le acercó un gato, un gran gato blanco y negro que aparecía muchas de aquellas noches. Restregó su lomo por las piernas de ella, a modo de saludo. Ella lo acarició sobre la cabeza, entre las orejas.
- Gato, hoy no tengo nada para que comas.
Dio un salto y se sentó sobre ella, que siguió deslizando la mano sobre el animal que se acurrucó y ronroneando, dormitaba.
- Es muy negra esta noche – sólo el gato la escuchaba – quizás la santa compaña pase por aquí, nunca la he visto – sujetándola con dos dedos hizo que el felino levantara la cabeza, tenía los ojos cerrados – será que no tengo que morir aún – rascaba al animal suave y lentamente – que no pasen los canouros. Es hermosa la noche oscura y tranquila – seguía con los sentidos observando el cielo – si supiera leer – continuó – leería sobre las estrellas, porque iluminan la noche, como se sujetan ahí arriba, porque tiembla su brillo, si el sol las apaga cuando amanece, si son grandes o pequeñas y lo lejos que están.

El sonido de un ligero correteo la interrumpió. El gato saltó de repente sobre el origen del ruidito. Un ratón... El animal se adentró en el bosque con su botín colgando de su boca. Se alejó. Casi al mismo tiempo ella se puso en pie y entró en la casa, echó un cerrojo, apagó la única vela que iluminaba la casa y se desvistió. Se acostó sobre el lecho de viejas mantas y se durmió contemplando, a su lado, el fuego.
El gato regresó a la puerta de la casa a comerse el ratón.
Aquella noche ninguna ánima pasó por allí.











El viejo Juan despertaba al gallo que cantaba al amanecer. El insomnio del cansancio le hacía permanecer en vigilia, así como el tener que bajar al mercado del pueblo para abastecer de comida al castillo.
De camino a Lavacolla, algún día se detenía en casa de María por si quería acompañarle al mercado.
Juan, llamado el carretero, había sido amigo del padre de María y amante de Jacinta, la mujer que la había criado a la muerte de su madre, y aún la consideraba como a una hija prestada, y cuando hablaba con ella en aquellos viajes en carro, rememoraba la historia de la familia y aquella memoria era también la de la mujer.

Esa mañana sí se paró en la puerta, espantó a un gato dormido y llamó.
- María – gritó - ¿vienes a Lavacolla?

Cuando oyó la voz del viejo Juan sonrió y abrió.
- No tengo ungüento para vender, ni monedas para poder comprar.
- Puedo darte fruta si me ayudas a cargar el carro.
- Vendré, ¿tienes algo que desayunar?
- Manzanas – señaló al carro.

Ella cerró la puerta y acompañando al viejo subió al carro y cogió una manzana.
El viejo Juan podía hacer el camino a Lavacolla con los ojos cerrados, y a veces pensaba que el jamelgo lo hacía dormido por la lentitud y pesadez de su trote.
- Pronto será invierno – dijo el carretero.
- Sí – ella seguía saboreando la manzana – Las noches ya son frías.

El viejo Juan hubiera preferido no tener que preguntar, le disgustaba lo que sucedía cuando Núñez iba a visitarla.
- ¿Cuánto hace que no viene el amo?
- Unas semanas, ya no tardará, pero si le puedo evitar, le evitaré.

Recordaban que iba a copular con ella desde que era el señor, y lo había intentado con más frecuencia desde los sucesos que supusieron el encierro de su esposa.
Un rato de silencio.
- ¿Cómo está Beatriz? – preguntó María por su propio interés.
- No la deja salir de sus habitaciones, sólo la vemos si le llevamos la comida, está siempre sola y encerrada.
- Pobre mujer.
- Cometió adulterio.
- No es extraño que lo cometiera.
- ¡María...!
- El amo es repulsivo. 
- A veces le doy gracias a Dios por ser un hombre viejo, porque el amo no desea mis favores y porque me queda poco tiempo de vida.
- La vida – repitió ella -  la vida es lo único que tenemos.

El carretero no respondió. Sólo reflexionó. Aquella muchacha llevaba razón, la vida era lo único que tenían y él la había consumido con sus amos, con los muchos amos que había tenido. Ya no tenía por ello, nada. Pero confiaban en él para discernir sobre la bondad de la comida del castillo: aún era útil al amo y eso le hacía permanecer con vida.

El tumultuoso mercado siempre era diferente, jamás pululaban las mismas personas, pero sí las mismas gentes, pícaros, ladrones de caminos, algún que otro peregrino que compraba fruta a precio de azabache, rameras, criados del clero y los caballeros llenos de miserias que no dejaban sus rocines sueltos por temor a que alguien los llegara a vender. Y los mercaderes, avispados, sabios guardianes de sus bolsas de monedas con balanzas infieles a la verdad, y precios tan varios como las personas que pretendían comprar.
Aquella mañana había pescado, unos pescados grandes y de color de tierra, con cara de diablo, como los de los capiteles de las columnas que el viejo Juan había visto alguna vez. Y plantas de mar, extrañas plantas de mar con una cáscara negra, que permanecían cerradas y que se decía que se abrían si se hacían hervir en agua. Una vez había visto el mar, rememoró el anciano; en una peregrinación a San Andrés de Teixido. Y había visto los acantilados dónde acababa la tierra, donde el mar inmenso se abría paso hasta el horizonte, aquel horizonte que recordaba de color de fuego donde acababa todo y empezaba todo.

Más allá había fruta, hortalizas. Y delante de él, la chica.
María había adelantado sus pasos a los de Juan cargada con un cesto que iban llenando según se iban deteniendo en los puestos en los que estaban los manjares previamente encargados, manjares que no serían para ella, a excepción de lo que cogiese a hurtadillas. Se volvió hacia el carretero, que estaba absorto en pensamientos lejanos. Metió la mano en el cesto y arrancó un grano de uva de un racimo negro. Lo saboreó, era dulce, y hubiera cogido otro, pero alguien comprobaba la comida para el amo y en más de una ocasión la caridad del carretero le había supuesto un castigo.
- ¿No vendes ungüento hoy?

Al principio no sabía de dónde provenía la voz que le habló. Miró al frente. Una mujer que recordaba, su nombre no, le sonreía con una cara enrojecida y unos ojos claros de color de cielo.
- No, no está listo aún.
- Es bueno para la espalda de mi esposo.
- ¿La espalda de vuestro esposo?
- Es picapedrero, trabaja en Santiago.

Maria asintió con la cabeza con más interés por no perder de vista al anciano que por lo que le decía la mujer.
- Si podéis esperar unos días os lo traeré.
- Esperaré, gracias.
- De nada – sonrió amablemente casi sin mirarla.

El viejo Juan la apremió para que recogiese un cesto que olía a mar, y que ya le suponía una pesada carga. Fueron haciéndose sitio para pasar a través de la gente y subieron al carro después de cargarlo, emprendiendo el camino de regreso. Por un instante recordó lo que le había dicho la mujer de cara sonriente; su esposo trabajaba en Santiago, se estaban construyendo muchos edificios en Compostela en aquellos tiempos. Era la más grande ciudad del mundo, o eso había oído contar. 
 
Unos minutos de silencio.
- ¿Cuándo vas a volver al mercado? – inquirió ella.
- En dos o tres días.
- Tendré ungüento para vender, vendré contigo, si quieres.
- Puedes venir, es buena la compañía en estos viajes, y el amo no dirá nada.
- El amo no lo sabrá.
- No, hija... No lo creo.

Ella hizo un gesto de aprobación y permaneció el resto de camino a casa en silencio, quería preguntarle al viejo Juan cómo era Santiago; sabía del anciano que había viajado mucho en su juventud y aún entonces, pero le notó cansado. Mejor era no hablar. A la llegada recogió su fruta y se refugió en su casa. 



                                                         CUATRO           


    La herejía... Sentado en su asiento, en el asiento del amo, solo en la inmensa y silenciosa sala, Núñez meditaba sobre la visita de los frailes. ¿Qué es la herejía?  ¿El pecado?  Sus gentes nunca hablaban de Dios, sus gentes nunca hablaban, se limitaban a obedecer, eran seres sin voluntad y de raciocinio limitado... El y Dios regían sus destinos.  No era el mismo pecado el cometido por él, que el cometido por esas bajas gentuzas; en ellos era lujuria, él ejercía su derecho de pernada. Se puso en pie pesadamente, frente a él la amplia estancia que comenzó a recorrer lentamente. Sólo escuchaba sus pasos. Una punzada en su bajo vientre le recordó que hacía semanas que no ejercitaba su pernada. Tenía a su esposa arriba, pero se había deteriorado, no le resultaba tan apetecible como las criadas de carnes prietas... A alguna se llevaría a sus habitaciones. Se detuvo ante el crucifijo, lo observó. El Cristo delgado, de madera, murió para redimir a las gentes de su pecado... La herejía...  No sabía si había herejes en su feudo, pero sí sabía quién desobedecía a su Dios, a su dios.

                                **********************


  Era el momento de retirar la olla del fuego. El ungüento estaba terminado, la grasa olía ya a romero y había adquirido su color verdusco. María notó que había aclarado... Había más agua que grasa. Tendría que conseguir más monedas. A veces le causaba inquietud la certeza de si podría comer algo o no al día siguiente. Se sentó a mirar el humo que ascendía formando blancos dibujos. Aquello la abstraía de esos pensamientos angustiosos que solían desembocar en la visión del amo. Hacía días que no aparecía y presentía que pronto le vería aparecer por la puerta ruidosa e inesperadamente. Miró hacia el cielo, hacia el techo ruinoso de su morada, y negó con la cabeza. Aspiró el perfume del ungüento y siguió observando el humo intentando adivinar imágenes desconocidas, imágenes que jamás hubiera visto: había tantas cosas que no iba a ver nunca. 
No sabía qué hora era. Se dirigió hacia la puerta y la abrió... El humo iba saliendo lentamente como si la luz lo atrajera. Volvió a sentarse. De vez en cuando se preguntaba si iba a estar en aquella casa siempre, si su vida iba a ser en el futuro como siempre fue. Algo interrumpió sus pensamientos, una pequeña ráfaga de aire. Una mariposa se posó en el suelo, a su lado. María sonrió.
- Eres un ser hermoso- le dijo, - pero has de salir. Tu sitio está fuera, en el bosque, volando. – Hizo ademán de espantarla. La mariposa revoleteó y chocó contra la vieja silla. María tendió la mano hacia el insecto dejándola en el suelo. – No te quiero matar, quiero que vueles – El pequeño animal se posó en la muñeca de la mujer. Se puso en pie y salió fuera, al bosque, y la mariposa emprendió su vuelo. Ella la siguió con la mirada hasta que su vista no la alcanzaba. - ¿Qué hará esta mariposa por aquí en este tiempo, ya hará frío? – Cerró la puerta, y recordó lo que en una ocasión le dijo la vieja Jacinta: “Tienes un poder que nadie tiene.” Sonrió incrédula y se inquirió a si misma si los animales la podrían entender. Inhaló el aire y el ungüento, tendría que esperar a que enfriara, recogió los pequeños tarros de barro que tenía arrinconados y que cedía a las personas que le compraban su medicina. Les pedía que le devolviesen los tarros, que eran unos tarros bendecidos por el Apóstol... A aquellas gentes les resultaba más creíble aquello que el hecho de que no tenía monedas para adquirirlos, y que sí los pedía probablemente tendría que acabar pagándolos con su carne a cualquier mercader o a cualquier individuo. Estaban limpios. Con un trozo de madera los fue llenando. Uno, dos, tres, y algunos más. Apenas los sabía contar, pero recogería monedas, podría comprar provisiones para unos días. Pensó en la mujer que había encontrado en el mercado... Quizás habría más esposos de mujeres con las espaldas dañadas por el trabajo duro de picapedrero; quizás le pediría al viejo Juan que la llevase a Santiago. Quizás era el momento de ir a recoger más romero y agua. Cubrió los tarros llenos con un viejo trapo, y salió de la casa cargada con un cántaro, en busca de aquella hierba y el agua que le daban el sustento.




El sustento... No tenía tanto como el amo o como el viejo Juan, o como los que vivían en Lavacolla, o como los que podían comprar un carro con dos mulas, pero nunca había faltado una fruta y agua en su morada, y alguna que otra hogaza de pan que, caliente, no resultaba tan dura. Alguien en el mercado una vez le sugirió que había una casa de rameras donde jamás faltaban la faena ni las monedas, pero había respondido que su cuerpo era más valioso. “No es valioso el cuerpo de una mendiga “, le habían espetado, pero ella sabía que el cuerpo de una princesa y el suyo poseían lo mismo y que la delicadeza de la piel por las que las medían los hombres, era la misma, lo que no valía lo mismo era el nombre. María no era nadie por ser ella, no por ser mujer.
Un carro estridente detrás de ella interrumpió sus reflexiones. Se apartó de la senda. Eran azabacheros que debían ir a Santiago. Les escuchó gritar algo, pero no respondió, ni siquiera prestó atención. Los azabacheros eran una de las múltiples castas de negociantes que vivían de la ingenuidad de los peregrinos... Concheros, santeros y sus engaños; ella podía aprovechar esa ingenuidad sin mentir: Su ungüento mitigaba el dolor.

Siguió caminando hasta ver unos brotes de romero que recogió y cargó sobre su cadera... Tendría que hacer ungüento más de una vez. Reanudó su camino hacia el arroyo que la proveía de agua, avanzando sigilosa, percatándose de los sonidos familiares del lugar, los pájaros, el crujir de las hojas, el siseo de algún animal de tierra, el discurrir del agua fría que saltaba entre los hierbajos y las piedras del manantial. Algún carro lejano, algún caballo que, por sospechoso, mejor no se acercase. Se agachó frente al agua y la dejó entrar en el cántaro. Sus manos se helaron un segundo, y pasó las palmas por su cara, agradeciendo la gélida humedad en sus mejillas. Se secó los dedos en la ropa y agarró con fuerza el cántaro ya lleno, se lo atusó y regresó al hogar.

Unos pasos antes de su casa un caballo se le adelantó, el del amo que la iba a visitar. Había llegado el momento de pagar con su carne otro plazo de la estancia en las tierras de Núñez.


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Los pies doloridos... Durante el resto del Camino el peregrino había vuelto a darse friegas en los pies en varias ocasiones y en la herida de su cabeza con el ungüento de aquella bruja buena que había encontrado en el bosque. El tiempo había transcurrido raudo... Un día y una noche y había traspasado el Monte do Gozo, desde dónde se podía divisar Compostela, el Campo de Estrellas. Avanzando hipnotizado apenas había podido desviar la vista de la Catedral, y ahora, frente a él ya estaba el Pórtico de la Gloria... Dios y los personajes que menciona la Biblia, y en el centro el Apóstol. Depositó su mano en la columna central y dejándola reposar unos instantes, rezó en voz baja:
 “Señor Santiago, dale fortaleza a María para vivir, la misma fortaleza que su ungüento le ha dado a mis pies.”
Levantó los ojos hacia la imagen del Apóstol, y desapareció el dolor de sus ampollas, de esfumó el cansancio. Se dispuso a entrar en la Catedral.

La noche.

Una delgada luna iluminaba unas estrellas que, intermitentes definían la noche.
Núñez estaba ya en su lecho, descansados sus genitales, dormitaba con nuevas meditaciones, con la soberbia de saber que los frailes le habían delegado parte de su labor, pero sin saber que era en concreto herejía... Lo contra Dios, lo contra la Iglesia, lo contra el Feudo... Dormía.


María se acurrucó bajo su manta después de ver la luna, sabía que mañana sería más gruesa, y crecería hasta que, llena, iluminaría el interior de su morada. ¿Quién hacía crecer la luna? Tal vez unos seres que volaban iban estirando su manto tan despacio que la descubrían y la tapaban día a día sin agotarse, para que su luz sirviera para la magia de la vieja Jacinta, y para ayudar a los caminantes nocturnos... Una sensación extraña la llevaba a recordar a la anciana, como si presintiera algo, como si estuviera más presente que en el pasado. Recordó unas pastitas que una vez hizo con huevos y harinas de color... Se durmió sonriendo....




Una vela chisporroteó. La vieja Jacinta tenía la certeza de que había llegado el momento, sino su sabiduría iría bajo tierra con ella a la tumba, y no ignoraba que la parca la rondaba. Cada día le costaba más respirar... Acercó la palma de la mano a la pequeña llama, cerró los ojos y vio delante de ella a María, aunque estuviera a muchos días de allí... durmiendo. Aquella luna creciente la tenía que llamar. No se quemó aquella vieja mano. El rostro de la vieja esbozó una sonrisa... llena de esperanza.