Amanece. ( Publicado en la revista Portada, febrer 2019)



Amanece. Los colores se agolpan sobre el mar: Amarillo azafrán, rojo fuego, azul noche, negro (el negro no tiene matices). El aire es frio en los límites de la playa, y un vientecillo con olor a agua salada choca con mi cara y acaba de despertarme. El Passeig dels Anglesos está desierto, o más que desierto, tranquilo, adecuado para tomar decisiones, porque, normalmente las decisiones tomadas con el amigo insomnio suelen ser inadecuadas. Pero las reflexiones se mitigan a medida que mis pies avanzan uno después de otro para caminar. Irme o no irme. Huir o no huir: Ese es el dilema. El amigo Shakespeare tenía soluciones para todo, pero eran bastante drásticas; los finales de los dramas del inglés se autodescartan por radicales.
Poco a poco el cielo va iluminándose, lo cual quiere decir que se hace de día, lo cual quiere decir que ya se ha de saber si sí o si no… ¡Qué gran verdad es aquella que refiere que una es la peor enemiga de sí misma, o, cuando menos, la que más te tritura el cerebro! Más enemiga, incluso, que esos sucesos que me dicen que me vaya.
Y el Passeig dels Anglesos ya se ha llenado de luz. A un lado esas casas enormes y poco acogedoras, a otro el mar, en su forma lisa y apacible, con algún sonido de fondo que revela que Caldetes está despertando. Coches o motores indeterminados o personas que han salido a hacer ejercicio y ofrecen al silencio el plam, plam, plam del choque de sus deportivas contra el suelo.
Retrocedo lo caminado y los colores de antes se han trocado en el azul limpio de la mañana. Y, en un extraño soplo de inspiración, recuerdo lo que una vez y hace tantos años dijo mi madre estando enferma: “doy gracias por cada día que veo amanecer”.

Regreso a casa.