Amanece. Los colores se agolpan
sobre el mar: Amarillo azafrán, rojo fuego, azul noche, negro (el negro no
tiene matices). El aire es frio en los límites de la playa, y un vientecillo
con olor a agua salada choca con mi cara y acaba de despertarme. El Passeig
dels Anglesos está desierto, o más que desierto, tranquilo, adecuado para tomar
decisiones, porque, normalmente las decisiones tomadas con el amigo insomnio
suelen ser inadecuadas. Pero las reflexiones se mitigan a medida que mis pies
avanzan uno después de otro para caminar. Irme o no irme. Huir o no huir: Ese
es el dilema. El amigo Shakespeare tenía soluciones para todo, pero eran
bastante drásticas; los finales de los dramas del inglés se autodescartan por
radicales.
Poco a poco el cielo va iluminándose,
lo cual quiere decir que se hace de día, lo cual quiere decir que ya se ha de
saber si sí o si no… ¡Qué gran verdad es aquella que refiere que una es la peor
enemiga de sí misma, o, cuando menos, la que más te tritura el cerebro! Más
enemiga, incluso, que esos sucesos que me dicen que me vaya.
Y el Passeig dels Anglesos ya se
ha llenado de luz. A un lado esas casas enormes y poco acogedoras, a otro el
mar, en su forma lisa y apacible, con algún sonido de fondo que revela que
Caldetes está despertando. Coches o motores indeterminados o personas que han
salido a hacer ejercicio y ofrecen al silencio el plam, plam, plam del choque
de sus deportivas contra el suelo.
Retrocedo lo caminado y los
colores de antes se han trocado en el azul limpio de la mañana. Y, en un
extraño soplo de inspiración, recuerdo lo que una vez y hace tantos años dijo
mi madre estando enferma: “doy gracias por cada día que veo amanecer”.
Regreso a casa.