MARIA ANTONIA

Uno. - Carmen hablaba pausadamente, supongo que había derramado todo el dolor en el tanatorio. Dejé el móvil sobre la mesa, y me pareció salir de mayo de 2020 para regresar a mi cuarto de hace miles de años a escuchar a Boney M y comer aceitunas rellenas a escondidas. Recostada en el sofá, noté esa humedad de una lágrima, y cerré los ojos. Me desesperé al notar que no podía recordar la cara de María Antonia, tantas horas juntas, tantas cosas compartidas y no podía verla. No podría verla nunca más. No puedo verla.  

Dos.- En la biblioteca siempre nos reíamos, debía ser la prohibición de hablar, o la pose de institutriz de la señora bibliotecaria de cabello descolorido y zapatos planos que debían tener millones de años, pero el día que descubrimos el título “la brújula loca” el ataque de risa acabó en el baño. Evidentemente, no vimos nada más que la tapa.

Tres. - El patito correteaba detrás de nosotras dos, a lo largo de la terraza que parecía no acabar nunca. Corríamos arriba y abajo, de puerta a puerta, y el patito era incansable. Le llamamos Saturnino, como el de la tele. Pequeño y amarillo, mucho mejor que las muñecas, parecía que nunca desaparecería de nuestro lado. Hasta que una mala noche cayó por la barandilla. Lo enterramos en una maceta, en su propio terreno, y con él enterramos un poquito de ilusión de la infancia. Y nos llevó a la realidad. Así, de golpe.

Cuatro. - Mi vestido de comunión era más bonito que el suyo, ese era el mantra que repetía mi madre. Yo no estaba preocupada ni por Dios, ni por la misa, sólo quería mis regalos y jugar con Antoñita. El vestido dejó de ser bonito cuando me caí en un charco y la concurrencia, ella incluida, se carcajearon. Yo también me reí, era la rebelión contra la dictadura de ir a la comunión tan blanquita y sin fisuras. 

Cinco.- En su voz noté cierta amargura. Posiblemente era el confinamiento, pero aquel mal humor inusitado no dejó de extrañarme. No pude imaginar que lo provocaba el dolor físico. Nunca decía nada de sus sufrimientos. Quizás esa era la peor de sus dolencias. La escuché y contesté, a pesar de que no era su voz.