Anar per Sa Murada

 La explanada de Sa Murada ya no es lo que era. Del sitio de juegos infantiles con palomas y quiosquitos de colores se ha reconvertido en un punto de encuentro de yonkis y sus gestiones comerciales. No obstante, conserva aquel perfume de los viejos pinos y la esencia genuina de los bancos en que me sentaba y me siento ahora. 

Nunca me había citado con personajes del presente y del futuro, al menos con la esperanza de que aparecerían, pero, como siempre he sido puntual, no tardaron mucho. Conchita, de 18 años, anarquista confesa, a su manera, se materializó. Ya no me acordaba de aquella camisa granate con botones nacarados. Se sienta a mi izquierda. “Estás mayor”, me dice. Cierto es que la diplomacia nunca ha sido mi fuerte, pero a veces se agradecería menos sinceridad, pero no me da tiempo a responder, Doña Concha ha llegado y se ha acomodado a mi otro lado, y no dice nada. 

Conchita. - ¿No saludas?

Doña Concha. - ¿Es necesario que me salude a mí misma?

Conchi. - Ya empezamos…

Las dos me miran como si yo fuese responsable de que estén ahí, sentadas en el viejo banco. Las palomas se iban acercando como testigos mudos del evento, o más posiblemente, recordasen que les tiraba trocitos de pan. 

Les cuento que las he reunido para saciar una curiosidad que siempre he tenido, que muchas hemos tenido y es preguntarme qué debió suceder para que Conchita, que quería arreglar el mundo dejase de querer hacerlo, y cómo seré cuando haya evolucionado en el túnel de la edad. 

Conchita parece interesada. 

Doña Concha, no: ya se ha jubilado y ha dejado de pensar, y mucho menos de plantearse cosas del pasado que no conducen a nada. Y dice que se va, pero antes me entrega un paquetito, envuelto con papel de celofán con formas multicolores de animalitos. “O te lo quedas tú o se lo das a ésta”.

“Ésta soy yo”, respondo.

“Ni de coña”. Y se va, se aleja caminando y sin evitar el crujido de las hojas secas y la gravilla que se le mete en la sandalia. 

Conchita. - ¿Por qué ha dicho que tú no eres yo? 

Conchi.- Por lo que he cambiado. Supongo. 

Y observo a la chica aún ilusionada, que otea mis arrugas silenciosamente. 

“Nunca le permitas a nadie, ni a mamá, que te obliguen a hacer lo que no quieras.”

Desenvuelvo el paquetito, como siempre, con cuidado de romper el papel, y están los pendientes que me hizo mi padre, que hace tanto tiempo había perdido con esos cambios de casa involuntarios y llenos de premura. Una chispita de brillante, y una perlita diminuta engastada en unas patitas de araña doradas. Cierro con fuerza la mano para que no se vuelva a escapar la joya, tan pequeña, tan apreciada, tan grande… sumamente enorme. La entrego a mi yo pasado con la esperanza de que nunca la extravíe. Se va, haciendo su conocido camino. 

“Oye”, se gira, “nunca le permitas a nadie que te obligue a hacer lo que no quieras, y nunca pierdas tu esencia, por nadie.”

Doblo el papel de colores y lo guardo en el bolso.